martes, 20 de mayo de 2008


Esa tarde fue de pura lujuria desatada. Dejo de parecerme indecente mezclar esas dulces pastillas en la bebida cuando sentí un millón de manos recorriendo mi cuerpo, quedándome sin reflejos morales que las sacudieran. Me sumergí en la aventura de perderme en ese mar de labios desconocidos, en ese torbellino de miradas perdidas. Sentí como una delicadeza que me arrancara la ropa ante el calor reinante en ese jardín. Gemí, grité y acaricié como nunca antes. Fueron minutos de enceguecida orgía, que se apagaron en un único y fatal grito de placer. Todos caímos en el lugar. Algunos abrazados al amor que la casualidad les había presentado en medio de ese festival sexual. Otros sobre el pilar con la espalda arqueada y un latido constante en las entrañas. Yo en la alfombra, con la mirada perdida en el cielo. La brisa de la tarde que me rozaba la piel y una caricia inconciente me hicieron notar que no llevaba el vestido. Lo busque con la mirada sin divisarlo. Mejor así. El sol aún está tibio y se siente como un lamido en los pezones. Así me quedaré reposando hasta que el viento del atardecer me obligue a abrigarme.

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